Los resultados de las investigaciones de
1. El objeto de la política
En El desacuerdo, Jacques Rancière[a] se propone responder esta pregunta, observando que ya existen diversas respuestas a ella en las teorías contemporáneas. Por un lado, tanto las respuestas del liberalismo económico como las del marxismo, suponen que la política consiste en el ordenamiento de los recursos. La función de la política sería servir de medio para que los recursos producidos por una sociedad se distribuyan en la forma más justa posible. En este sentido, la política sería una especie de acuerdo entre los distintos grupos e individuos de una sociedad para determinar qué se hace con los bienes o los recursos comunes. Por otro lado, existe una respuesta cercana a la perspectiva del liberalismo político proveniente de Locke y de J. S. Mill, que sostiene que la política no tiene que ver con la distribución de los recursos, sino con el ejercicio de las libertades. Los recursos se distribuyen en proporción a las propiedades o en relación con las fuerzas o las capacidades productivas que tiene cada quién. Desde esta perspectiva, si alguien dedica determinado tiempo de trabajo a hacer ciertas cosas por las cuales ha reunido una cantidad de dinero, se considera que eso le pertenece naturalmente. La distribución de los recursos se hace de forma natural por el trabajo, la producción y la propiedad. El problema de la política sería, entonces, cuáles son los derechos o libertades que todos debieran respetar y hasta dónde puede ir un poder con su fuerza en contra o a favor de esos derechos y de esas libertades. Diferenciándose tanto de los primeros como de los segundos Rancière sostiene que la política es la instauración de un desacuerdo, que no tiene que ver con lo económico ni con los derechos, sino que tiene que ver con las partes de una sociedad (aunque no se trata de partes “naturales” sino de unas partes que deben ser siempre redefinidas de acuerdo con las condiciones que hacen a una sociedad determinada). A veces tienen que ver con lo económico, a veces con lo cultural, otras con una identidad étnica o sexual o con otras relaciones distintas de éstas. Cuando hay una parte en la sociedad que no es reconocida y esa parte actúa y habla para demandar reconocimiento, entonces, se instaura lo político. La política, en consecuencia, es siempre una especie de fractura en el orden social. Dada una división de las partes que ya está instaurada, la política siempre viene a romper con esta estructura dada y a plantear una reestructuración.
“La política –dice Rancière- es la actividad que tiene por principio la igualdad, y el principio de la igualdad se transforma en distribución de las partes de la comunidad en el modo de un aprieto [o problema]: ¿de qué cosas hay y no hay igualdad entre cuáles y cuáles? ¿Qué son esas «qué», quiénes son esas «cuáles»? ¿Cómo es que la igualdad consiste en igualdad y desigualdad? Tal es el aprieto [o problema] propio de la política por el cual ésta se convierte en un aprieto para la filosofía, un objeto de la filosofía”[1].
La “política” así entendida produce una subversión de la totalización diferencial ideológica o hegemónica: el conflicto político es la tensión entre un cuerpo social estructurado en el cual cada parte tiene un lugar y “la parte de ninguna parte” que perturba ese orden en nombre del principio vacío de la universalidad, de lo que Balibar denomina égaliberté [igualibertad], la igualdad de principio de todos los hombres en cuanto seres hablantes[2].
La filosofía y el pensamiento surgen a partir de un desacuerdo propio de la política. ¿Qué significa “desacuerdo”? Por desacuerdo no hay que entender ni desconocimiento ni malentendido[3], sino aquella situación de habla en la que “uno de los interlocutores entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro”. No se trata de un desacuerdo puramente lingüístico, sino que en general “se refiere a la situación misma de quienes hablan”[4]. Es una situación en la que dos interlocutores hacen referencia a un mismo término, pero no lo entienden con el mismo significado a causa de que no hay acuerdo en “lo que quiere decir hablar”[5]. Los interlocutores del desacuerdo hablan desde racionalidades distintas, comparten y no comparten un mismo logos. Existen distintos motivos de desacuerdo, por ejemplo: alguien entiende lo que el otro dice, pero no ve aquello de lo que el otro le habla, o ve y quiere hacer ver otro objeto bajo la misma palabra u otra razón en el mismo argumento. Rancière cita como ejemplo el primer libro de
El desacuerdo es propio de la esencia de un ser que se sirve de la palabra para discutir, es constitutivo del ser humano. En el desacuerdo, la discusión remite tanto “al litigio sobre el objeto de la discusión como sobre la calidad [esencia] de quienes hacen de él un objeto”[7]. El desacuerdo no es sólo sobre qué significa hablar sino también quiénes pueden y tienen derecho a hablar. Esta “lógica del desacuerdo es propia de la racionalidad política”[8]. No sólo se discute sobre el lugar de cada uno, sino sobre el criterio para determinar los lugares. Cuando ya están determinados los lugares o las partes en la comunidad, no hay política sino [lo que Rancière llama] “policía”. El concepto de “policía” no se refiere solamente a lo que este término evoca corrientemente (las “fuerzas del orden”), sino al “orden más general que dispone lo sensible en lo cual los cuerpos se distribuyen en la comunidad”, semejante a lo que Foucault llama “poder disciplinario” o “panoptismo” [9]. Como el concepto foucaultiano de poder, el concepto de “policía” tiene un sentido no peyorativo sino neutro.
“La policía es –dice Rancière-, en su esencia, la ley, generalmente implícita, que define la parte o la ausencia de parte de las partes. (…) La policía es primeramente un orden de los cuerpos que define las divisiones entre los modos del hacer, los modos del ser y los modos del decir, que hace que tales cuerpos sean asignados por su nombre a tal lugar y a tal tarea; es un orden de lo visible y lo decible que hace que tal actividad sea visible y tal otra no lo sea, que tal palabra sea entendida como perteneciente al discurso y tal otra al ruido”[10].
La política siempre plantea no solamente el lugar de las piezas en el tablero sino también el orden mismo del tablero, el escenario de la interlocución. Esto es lo que busca instituir aquel grupo que no tiene parte y que procura ser escuchado; porque mientras no hay escenario común, en primer lugar, ése, que es la parte que no tiene parte, no es nadie, no existe como parte para aquellos que tienen parte. No es un igual sino alguien que está en una inferioridad de condición, que está excluido de la partición. La política busca una situación de interlocución en un escenario común, donde se considere que el que tiene un título o una parte reconocida y real en la sociedad, acepte y escuche que aquél que le habla es igual, que puede comprender lo que se le dice y que puede ser comprendido y escuchado; que lo que está diciendo es “lenguaje” y no es meramente “ruido” y, por lo tanto, que sea tenido en cuenta. Rancière dice que el logos es la palabra que uno escucha, pero también es la cuenta de la palabra; o sea, no sólo la que uno puede entender, sino también aquella que se toma en cuenta[11].
Aquí hay algo que marca la diferencia con todas las posiciones llamadas “contractualistas”. Para éstas, lo que constituye la comunidad es el pacto o contrato. Sin este acuerdo no hay sociedad sino guerra. En cambio, en la posición de Rancière, lo que constituye a la comunidad no es el acuerdo sino el desacuerdo. Es a partir de ese conflicto o litigio que se puede constituir una comunidad “política”.
2. El desacuerdo y el nacimiento de la política
Rancière comienza su trabajo haciendo una interpretación del texto de Aristóteles[12] donde se define la naturaleza política del hombre. Allí se diferencia al hombre del resto de los animales en que éstos sólo tienen voz como medio para indicar el dolor o el placer pero carecen de la palabra. Los hombres tienen la palabra (logos), que les permite “manifestar lo útil y nocivo, y por consiguiente, lo justo y lo injusto”. Por eso el hombre tiene una naturaleza política.
“Nocivo” traduce la palabra griega βλαβερον (blaberon), que no tiene un único significado. Puede entenderse como cualquier desagrado, la consecuencia negativa que un individuo recibe de lo hecho por otro o por él mismo, o se puede entender como un perjuicio objetivamente determinable que hace un individuo a otro (en el que hay una relación implicada). El mismo término también puede significar “interrupción de lo corriente”. Por “útil” (συμφέρον, sympheron) se entiende la ventaja que un individuo o comunidad puede obtener u obtiene de una acción. Esto no implica una relación con otro.
La justicia como principio de la comunidad “sólo comienza donde el quid es lo que los ciudadanos poseen en común y donde éstos se interesan en la manera en que son repartidas las formas de ejercicio y control del ejercicio de ese poder común”[13]. La justicia política es “el orden que determina la distribución de lo común”[14]. La justicia como virtud es la elección de la medida misma según la cual cada parte sólo toma lo que le corresponde antes que el mero equilibrio de los intereses particulares o la reparación de los perjuicios que unos individuos causan a otros. Cómo se da el pasaje de lo “útil” a lo “justo” se ve en que la justicia es que cada uno no tome más ni menos de la parte que le corresponde de las cosas ventajosas. Pero esto no define un orden político.
La política para Aristóteles es repartir las partes de lo común. Para que haya política tiene que haber una igualdad geométrica, que en pro de la armonía común, establece la porción que cada parte de la comunidad debe tener según su aporte (las αξία [axiai[15]]) al bien común[16]. Tiene que haber un arreglo de las “partes” de la πολισ (polis). Entonces, para la teoría clásica, la política es una cuenta de reparto entre las partes de la comunidad (la cual, como se verá más abajo, es siempre errónea); y no relaciones entre individuos o de estos con la comunidad[17].
Aristóteles señala tres axiai o títulos de la comunidad: “la riqueza de los pocos (ολιγοι); la virtud o la excelencia (αρετή) que da su nombre a los mejores (άριστοι); y la libertad (ελευθερία) que pertenece al pueblo (δήμος, demos)”[18]. Cada una de las axiai considerada unilateralmente da origen a un régimen particular: la oligarquía, la aristocracia y la democracia, mientras que la exacta combinación de los tres procura el bien común. La cuenta errónea fundamental se revela cuando se trata de determinar el título propio del demos (libertad) y en qué medida le es propio. La libertad no es una propiedad positiva determinable, como es la riqueza o la virtud, sino la pura facticidad[19] de haber nacido en una polis donde se ha abolido la esclavitud por deudas y donde todos los ciudadanos participan de los asuntos comunes. Tampoco la libertad es exclusiva y propia del demos. Las gentes del demos son libres como también lo son los otros (los que poseen riqueza o virtud).
“El demos se atribuye como parte propia la igualdad que pertenece a todos los ciudadanos. Y a la vez, esta parte que no lo es identifica su propiedad impropia con el principio exclusivo de la comunidad, y su nombre -el nombre de la masa indistinta de los hombres sin cualidades- con el nombre mismo de la comunidad. Puesto que la libertad -que es simplemente la cualidad de quienes no tienen ninguna otra: ni mérito, ni riqueza- se cuenta al mismo tiempo como la virtud común. Permite al demos -es decir, al agrupamiento fáctico de los hombres sin cualidades, de esos hombres que, nos dice Aristóteles, «no tenían parte en nada»- identificarse por homonimia con el todo de la comunidad”[20].
En resumen: la cuenta es errónea porque hay una parte de la comunidad que no hace ninguna contribución propia, porque la libertad no es propia de esa parte ni es una contribución determinable.
“La dificultad aquí –comenta Laclau- reside en que los tres principios no son categorías regionales dentro de una clasificación ontológica coherente. Mientras que la riqueza es una categoría determinable objetivamente, la virtud lo es menos, y cuando abordamos la libertad del «pueblo» entramos en un terreno que carece de una ubicación particular determinable: la libertad como principio axiológico es, por un lado, un atributo de los miembros de la comunidad en general, pero también, por otro lado, es el único rasgo definitorio –la única función comunitaria- de un grupo particular de personas. Por lo tanto, tenemos una particularidad cuyo único rol es ser la simple encarnación de la universalidad”[21].
Esta cuenta doblemente errónea crea las condiciones para que el demos aporte a la comunidad el litigio en un doble sentido. Por un lado, el título que aporta el demos es una propiedad litigiosa ya que estrictamente no le pertenece como parte sino a todas las partes. Por otro lado, quiénes son parte y quiénes no lo son, también está en litigio. Como observa Laclau, Rancière sostiene que la política se diferencia del conflicto de intereses, ya que éste se define por partes que son contables mientras que en la política está en juego el principio de contabilidad como tal[22].
“Esta propiedad litigiosa –dice Rancière- no es en verdad más que la institución de un común-litigioso. La masa de los hombres sin propiedades se identifica con la comunidad en nombre del daño que no dejan de hacerle aquellos cuya cualidad o cuya propiedad tienen por efecto natural empujarla a la inexistencia de quienes no tienen «parte en nada». Es en nombre del daño que las otras partes le infligen que el pueblo se identifica con el todo de la comunidad[23]. Lo que no tiene parte no puede, en efecto, tener otra parte que la nada o el todo[24]. Pero también es a través de la existencia de esta parte de los sin parte, de esa nada que es todo, que la comunidad existe como comunidad política, es decir dividida por un litigio fundamental[25], por un litigio que se refiere a la cuenta de sus partes antes incluso de referirse a sus «derechos». El pueblo[b] no es una clase entre otras. Es la clase de la distorsión/daño que perjudica a la comunidad y la instituye como «comunidad» de lo justo y de lo injusto”[26].
A diferencia de la concepción marxista, las clases no se determinan por su lugar en la producción, sino por la denuncia del cómputo erróneo y por la lucha que instaura el litigio. “Hay política -y no simplemente dominación- porque hay un cómputo erróneo en las partes del todo”[27], ya que el todo (lo común) está en las partes y una parte se identifica con el todo[28]. “Hay política cuando hay una parte de los que no tienen parte, una parte o un partido de los pobres. No hay política simplemente porque los pobres se opongan a los ricos”[29], sino cuando es reconocida una parte de los sin parte.
“La política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido[30] por la institución de una parte de los que no tienen parte. Esta institución es el todo de la política como forma específica del vínculo. La misma define lo común de la comunidad como comunidad política, es decir dividida[31], fundada sobre la distorsión que escapa a la aritmética de los intercambios y las reparaciones”[32].
Y más adelante agrega: “Hay política cuando la lógica supuestamente natural de la dominación es atravesada por el efecto de esta igualdad”[33] de los que mandan y de los que obedecen[34] [c]. El doble litigio de la cuenta de los pobres como pueblo y del pueblo como comunidad es el litigio por el cual hay política[35] [d].
En consecuencia –infiere Rancière-, “la institución de la política es idéntica a la institución de la lucha de clases”[36] [e] o de lo que Laclau [f] llama el “antagonismo” o de lo que Žižek conceptualiza como la “irrupción de lo Real”. “La política –aclara Rancière- es la institución del litigio entre clases que no lo son verdaderamente”[37]. Lo que funda la política es “la introducción de una inconmensurabilidad en el corazón de la distribución de los cuerpos parlantes”[38]. Dicha inconmensurabilidad se deriva de que un sector de la comunidad no tiene unidad de medida, no tiene parte propia con su virtud correspondiente, porque no se puede medir lo que no tiene parte. Esto se manifiesta en la ausencia de canales de participación, que están en manos de los sectores reconocidos. Esta misma inconmensurabilidad arruina el proyecto platónico –concebido antes por Solón- de la polis ordenada según la proporción del kosmos.
3. El fundamento de la política: contingencia y universalidad
La perspectiva antidemocrática de Platón supo ver cuál es la esencia de lo político:
“el mal –dice Rancière- no es el siempre más sino el cualquiera [la igualdad de cualquiera con cualquiera], la revelación brutal de la anarquía [ausencia de arkhé (αρχή), la contingencia del orden social[39]] última sobre la que descansa toda jerarquía. (...) El fundamento de la política no es más la convención (νομοσ) que la naturaleza (φυσισ): es la ausencia de fundamento de todo orden social. Hay política simplemente porque ningún orden social se funda en la naturaleza, ninguna ley divina ordena las sociedades humanas”[40].
Solo hay política cuando aparece el supuesto de la igualdad de cualquiera con cualquiera, lo que pone de manifiesto la contingencia de todo orden. Cuando el principio de lo político ha surgido ya no es posible encontrar un fundamento ni tradicional ni nuevo. “Cuando a uno se le ocurre fundar en su principio la proporción de la polis, es que la democracia ya pasó por allí. (...) Quien quiera curar a la política de sus males no tendrá más que una solución: la mentira que inventa [es decir, la ideología] una naturaleza social para dar una arkhé a la comunidad”[41]. Rancière establece así un rasgo característico de la política (en oposición a la dominación policial) cual es la ausencia de un fundamento de la comunidad. Coincide en ello con las posiciones de Foucault y Deleuze, por un lado, y (como se verá) con Laclau y Žižek, por el otro, pero se diferencia de Lukács y
Pero, si -como argumentaba Platón- hay orden en la sociedad (es decir, hay sociedad) sobre la base del mando y la obediencia, hay que considerar que para obedecer una orden se requiere comprender el significado de lo que se ordena y comprender que hay que obedecerla, y para que ello sea posible es preciso ser igual a quien manda en la capacidad de comprensión. Y –como observa Rancière- esta igualdad del que manda con el que obedece carcome el orden natural de la dominación[42]. La política tiene un efecto desnaturalizador y desclasificador, que es al mismo tiempo humanizador.
“En efecto –dice Rancière-, lo propio de la igualdad reside menos en el unificar que en el desclasificar, en el deshacer la supuesta naturalidad de los órdenes para remplazarla por las figuras polémicas de la división. Poder de la división inconsistente y siempre renaciente que arranca a la política de las diferentes figuras de la animalidad: el gran cuerpo colectivo, la zoología de los órdenes, justificada por los círculos de naturaleza y función, la reunión colectiva de odios de la jauría. La división inconsistente de la polémica igualitaria ejerce esta potencia de humanización a través de figuras históricas específicas”[43].
Rancière encuentra en los griegos una determinación precisa del problema político, aunque su enunciación no se produjo sino hasta la modernidad con Hobbes. Consecuentemente, la enunciación del problema de la dominación tampoco tendrá lugar en la antigüedad ni en la edad cristiana, sino cuando se afirme el principio democrático de la igualdad. La razón por la que los griegos se sustrajeron al enunciado de la igualdad que está a la base de la política es que definían la libertad en relación con su contrario específico que es la esclavitud, es decir, el supuesto de las diferencias naturales es todavía demasiado “obvio” y no permite una distancia crítica que posibilitaría la enunciación. De acuerdo con nuestra hipótesis –como ha señalado Hegel-, el primer paso en este proceso de distanciamiento sólo lo hará posible el advenimiento del principio cristiano de la igualdad de todos los hombres por la redención de Cristo.
4. El acto violento que instaura la política y su lógica
Rancière explica el surgimiento de la política analizando el comentario que Pierre-Simon Ballanche publicó en 1829 al relato hecho por el historiador romano Tito Livio sobre la secesión de los plebeyos en el monte Aventino. El comentarista sitúa el problema en el marco de una discusión sobre la cuestión de la palabra misma. Según esta interpretación los patricios sostienen la postura platónica[44] que niega que los plebeyos puedan proferir palabras, puesto esos seres sin nombre y sin cuenta carecen de logos[45]. Ante la actitud asumida por los patricios de no reconocerlos, los plebeyos (a diferencia de los esclavos de los escitas que pretendieron enfrentar a sus amos dentro del mismo orden y con la misma lógica ellos) respondieron instituyendo otro orden, “otra división de lo sensible” y se constituyeron como seres parlantes, como seres con nombre, como seres que comparten las mismas propiedades que aquellos que se las niegan[46].
“Para que Menenio Agripa haya compuesto esta fábula, primero hizo falta que los plebeyos se retirasen al Aventino, pero también que hablen, que se nombren, que hagan comprender que ellos mismos son seres parlantes, con los que conviene hablar. La presuposición igualitaria, la invención comunitaria del discurso, presupone una fractura primera por la que se introducen en la comunidad de seres parlantes aquellos que no estaban incluidos. Fractura que induce otra economía de la presuposición igualitaria. La comunidad de seres parlantes funda su efectividad en una violencia previa. La esencia de esta violencia -extraña a toda cuenta de muertos o heridos- es el hacer visible lo invisible, el dar un nombre a lo anónimo, el dar a entender una palabra ahí donde sólo se percibía ruido. Pero esta violencia inaugural que crea la separación, el lugar polémico de una comunidad, sólo es posible al proyectar hacia atrás la presuposición igualitaria.”[47]
La instauración de la política supone siempre un acto de ruptura, un acto en el que lo invisible se manifiesta y se hace visible y en el que los sin nombre se dan un nombre y hablan. No se trata de incorporar nuevos interlocutores a una conversación interrumpida en un escenario previamente delimitado sino de la irrupción de nuevos sujetos con un nuevo lenguaje en un escenario inédito, ya que sujeto, lenguaje y escenario se instauran al mismo tiempo y por el mismo acto. “La política –dice Rancière en El desacuerdo- es en primer lugar el conflicto acerca de la existencia de un escenario común[h], la existencia y la calidad de quienes están presentes en él”. Es un conflicto en el que “las partes no preexisten al conflicto que nombran y en el cual se hacen contar como partes”[48]. No es una lucha o un intercambio o una negociación entre partes ya constituidas.
“Hay política –sigue diciendo más abajo- porque quienes no tienen derecho a ser contados como seres parlantes se hacen contar entre éstos e instituyen una comunidad por el hecho de poner en común la distorsión, que no es otra cosa que el enfrentamiento mismo, la contradicción de dos mundos alojados en uno solo: el mundo en que son y aquel en que no son, el mundo donde hay algo «entre» ellos y quienes no los conocen como seres parlantes y contabilizables y el mundo donde no hay nada”[49] [i].
Se trata de la contradicción de dos modos del “ser-juntos humanos”, de dos lógicas: (a) una lógica que cuenta las partes de las meras partes, y (b) otra que “suspende esta armonía por el simple hecho de actualizar la contingencia de la igualdad, ni aritmética ni geométrica[50], de unos seres parlantes cualesquiera”[51] [j]. Laclau y Mouffe llaman a la primera “lógica de las diferencias” y a la segunda “lógica de la equivalencia”. La actividad que se corresponde con la primera lógica, Rancière propone llamarla “policía”, mientras que el nombre de “política”[52] debe reservarse a la praxis de la relación y la contradicción entre las dos, “que rompe la configuración sensible donde se definen las partes y sus partes o su ausencia por un supuesto que por definición no tiene lugar en ella: la de una parte de los que no tienen parte”[53]. La finalidad de la “policía” consiste en constituir un sistema ordenado de diferencias, donde cada parte tenga su lugar y donde el antagonismo y el conflicto se disuelvan.
“La actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia, manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante. Hay política cuando hay un lugar y unas formas para el encuentro entre dos procesos heterogéneos”[54]. Y más adelante agrega: “Es así como la puesta en relación de dos cosas sin relación se convierte en la medida de lo inconmensurable entre dos órdenes”[55].
Como Foucault y Deleuze, Rancière advierte que lo que constituye el carácter político de una acción no es el lugar donde se ejerce (supuesto de la localización) ni el objeto “sino únicamente su forma, la que inscribe la verificación de la igualdad en la institución de un litigio, de una comunidad que sólo existe por la división. La política se topa en todos lados con la policía. No obstante, es preciso pensar este encuentro como encuentro de los heterogéneos”[56]. Para que haya política tiene que constituirse un lugar donde coincidan los heterogéneos, que no puede ser sino una “propiedad vacía” o (en términos de Laclau) un “significante flotante”. Es vacía porque el orden policial está constituido plenamente, en él sólo hay pesos y contrapesos, es decir, diferencias. El lugar vacío es el lugar de la política (Rancière) o del antagonismo (Laclau-Mouffe).
Rancière advierte que para pensar la política como “encuentro de los heterogéneos” es preciso “renunciar al beneficio de ciertos conceptos que aseguran de antemano el pasaje entre los dos dominios” como, por ejemplo, el de poder. Si todas las relaciones sociales son relaciones de poder, entonces, nada puede sustraerse a su dominio y no quedan alternativas más que “la visión sombría de un poder presente en todas partes y en todo momento”[57] o la visión heroica o lúdica que asume la tarea sublime e imposible de enfrentar al monstruo que habrá de devorarlo. Si se afirma que “todo es poder”, entonces, nada lo es, y el concepto mismo se vuelve inútil. Rancière le reconoce a Foucault el haber mostrado “magistralmente” que el orden policial se extiende más allá de los poderes del Estado, de las instituciones y las técnicas especializadas, pero advierte que es igualmente importante decir que “nada es en sí mismo político, por el solo hecho de que en él se ejerzan relaciones de poder”[58].
5. El sujeto de la política
Después de la crítica estructuralista y althusseriana a la noción de sujeto, Rancière revaloriza su papel para la política y la filosofía política.
“La política –dice- es asunto de sujetos, o más bien de modos de subjetivación. Por subjetivación se entenderá la producción mediante una serie de actos de una instancia y una capacidad de enunciación que no eran identificables en un campo de experiencia dado, cuya identificación, por lo tanto, corre pareja con la nueva representación del campo de la experiencia. (...) La subjetivación política produce una multiplicidad que no estaba dada en la constitución policial de la comunidad, una multiplicidad cuya cuenta se postula como contradictoria con la lógica policial”[59].
Toda subjetivación política es la manifestación de una distancia entre la parte como función social constituida (policial, diferencial) y la ausencia de parte de esas subjetividades en la definición de lo común de la comunidad. “Toda subjetivación es una desidentificación, el arrancamiento a la naturalidad de un lugar, la apertura de un espacio de sujeto donde cualquiera puede contarse porque es el espacio de una cuenta de los incontados, de una puesta de la relación de una parte y una ausencia de parte”[60]. Si en la teoría política anterior, los sujetos quedaban definidos por y sujetados a la estructura que los constituye, para Rancière la acción política abre un ámbito nuevo en el que cada uno ejerce y manifiesta su igualdad con todos. Indudablemente, esta acción introduce un desorden en la realidad estructurada e instituida.
“La diferencia que el desorden político viene a inscribir en el orden policial –continúa Rancière- puede, en un primer análisis expresarse como diferencia de una subjetivación a una identificación. La misma inscribe un nombre de sujeto como diferente a toda parte identificada de la comunidad”[61].
Rancière pone el ejemplo del revolucionario francés Auguste Blanqui, quien respondió a la pregunta que le había hecho el presidente del tribunal acerca de su profesión diciendo: “proletario”. Cita también el ejemplo de Jeanne Deroin, quien se presentó a sufragar en 1849, en unas elecciones a las que no había sido convocada. La subjetivación es “la mera cuenta de los incontados”[62].
La política debe distinguirse de otras formas de distorsión como son el derecho, la religión o la guerra. Éstas hacen desaparecer la política al reducirla al orden policial. La distorsión política no es zanjable, pero es sin embargo “tratable”. Se diferencia así de la guerra inexpiable y de la deuda religiosa irrescatable[63].
6. La filosofía política como negación de la Política
Para Rancière, la filosofía política es el nombre de un encuentro polémico donde se expone la paradoja de la política: su ausencia de fundamento propio, su fundamento en la isonomía, es decir, el sentido de la ley consiste en representar la igualdad de todos los seres parlantes. Para la filosofía política platónica la igualdad geométrica del kosmos es apta para armonizar el alma de la polis, oponiéndose a la igualdad democrática rebajada a la igualdad aritmética.
“La politeia (πολιτεία) es el régimen de la comunidad fundado en su esencia, aquel donde todas las manifestaciones de lo común dependen del mismo principio. [...] La politeia de los filósofos es la identidad de la política y la policía”[64].
Suponiendo el mismo principio durante toda su historia, la filosofía política se ha desplegado en figuras diferentes. Las tres grandes figuras de la filosofía política son la arquipolítica (Platón), la parapolítica (Aristóteles, Hobbes) y la metapolítica (marxismo).
(1) La arquipolítica: El gran invento de Platón fue la república en oposición a la democracia. “Una comunidad buena y ordenada –comenta Laclau- sería una en la cual el principio geométrico jugara el rol dominante principal”[65]. “La arquipolítica se resume así en el cumplimiento integral de la physis (φυσισ) en nomos (νομοσ). Este supone la supresión de los elementos del dispositivo polémico de la política, su reemplazo por las formas de sensibilización de la ley comunitaria”[66]. La arquipolítica de Platón da solución a la paradoja cambiando la configuración democrática de la política. En la república, la ley existe como “logos viviente”, como ethos (εθοσ) de cada miembro. Ese ethos anima a los cuerpos y dirige los comportamientos y pensamientos con su espíritu. Por eso, la política de Platón comienza con el espíritu de la ley, el kosmos (κόσμος) que ordena la polis haciendo que el ciudadano actúe no según la ley, sino según el espíritu de la ley. La ley no lo refrena, lo convence. Por eso, la arquipolítica concilia maneras de ser y de pensar. Platón sustituyó el régimen de la distorsión y la democracia por la república, en la cual la paideia (παιδεία) es central para armonizar a los individuos. Por “arquipolítica” se entiende todo intento “comunitario” tendiente a definir un espacio tradicional cerrado, homogéneo, orgánicamente estructurado, sin ningún vacío que permita la emergencia del acto propiamente político[67].
(2) La parapolítica: Esta figura parte del reconocimiento de que el orden platónico es imposible en una polis en la que “todos son iguales por naturaleza”[68]. Aristóteles, siguiendo a su maestro, creía que lo mejor sería el gobierno de los mejores, pero ello es imposible si se supone la igualdad por naturaleza. Por eso, más allá de lo bueno o malo, es justo que todos participen en el mando alternando el lugar de gobernante y gobernado. Platón confundió el orden de la familia con el orden de la polis.
“Es inútil preguntarse –dice Rancière- por qué es natural esta igualdad y por qué esa naturaleza está presente en Atenas más que en Lacedemonia. [...] El bien de la política comienza por romper la mera tautología según la cual lo que es bueno es que lo mejor se imponga sobre lo menos bueno.
“El problema de la parapolítica consistirá entonces en conciliar las dos naturalezas y sus lógicas antagónicas: la que quiere que lo mejor de todo sea el mando del mejor y la que quiere que lo mejor en materia de igualdad sea la igualdad”. Aristóteles propone “la realización de un orden natural de la política como orden constitucional a través de la inclusión misma de lo que obstaculiza toda realización de ese género: el demos”[69].
El objetivo de la parapolítica es convertir a los sujetos y a las formas de acción de la política en partes y formas de distribución del dispositivo policial. Su centro es el dispositivo institucional de las arkhai (αρχαι) y la relación de dominación que se juega en él, es decir, el poder, la policía. La instancia que dirige y mantiene a la polis (el gobierno) es siempre el gobierno de una de las partes, la que paradójicamente no puede gobernar sino atendiendo a los intereses de la otra parte[k]. La política de Aristóteles suscita un orden “en el que lo privado y lo público se armonizan en su distancia, en el ejercicio separado de las pasiones públicas del honor [aristoi] y las pasiones privadas de la ganancia [oligoi]”.[70]
Tocqueville actualiza, en la modernidad, el pensamiento aristotélico que busca realizar un orden “policial” que lleve al fin de la política. La realización del programa aristotélico no se logra por medio de una clase social (clase media) sino mediante cierto estado social que promueva la igualación de las condiciones. Esta nueva sociabilidad consigue la regulación de las relaciones entre lo político y lo social, entre lo público y lo privado: una sociabilidad autorregulada. La igualación de las condiciones asegura la pacificación de los afectos políticos mediante una extensión ilimitada de las satisfacciones privadas. El término clave aquí es “costumbres suaves”, es decir, el apaciguamiento de las pasiones violentas de la distancia.
La consumación de la política tiene un límite y una condición. El límite, como en Aristóteles, se sitúa en el advenimiento del despotismo, de ese poder tutelar que domina pacíficamente, “dejando a la sociedad en su estado de igualdad, de satisfacción de lo privado y autorregulación de las pasiones”. La condición es la existencia de una Providencia o su secularización en la idea de Progreso y su actualización postmoderna en la que el sistema se vive como el medio ambiente natural[l].
Hobbes reformula el modelo de la parapolítica en la modernidad. Pero, paradójicamente, para refutar a Aristóteles, no hace más que trasponer su razonamiento (la victoria del deseo razonable de conservación sobre la pasión propia del demócrata, del oligarca o del tirano).
“Lo desplaza del plano de las partes en el poder al de los individuos, de una teoría del gobierno a una teoría del origen del poder. Este doble desplazamiento[m] tiene una función bien específica: liquida inicialmente la parte de los sin parte. Así, la politicidad sólo existe por la alienación inicial y total de una libertad que es únicamente la de los individuos. La libertad no podría existir como parte de los sin parte, como la propiedad vacía de algún sujeto político. Debe ser todo o nada. Sólo puede existir de dos formas: como propiedad de los puros individuos asociales o en su alienación radical como soberanía del soberano”[71].
Rancière señala que Hobbes “inventa” una naturaleza humana individual cuyo correlato es la soberanía absoluta, con la finalidad de excluir o eliminar “la disputa de las partes y sus partes”, pero agregando un nuevo litigio que relaciona a cada individuo con el todo soberano. Con Hobbes la igualdad se constituye como el principio último de lo político, lo que supone que “no hay ningún principio natural de dominación de un hombre sobre otro. En última instancia el orden social descansa sobre la igualdad que es del mismo modo su ruina.
“Por un lado, la libertad se convirtió en lo propio de los individuos como tales, (...) el título de cualquiera a poner en cuestión al Estado o a servir de prueba de la infidelidad de su principio. Por otro lado, el pueblo, al que se trataba de suprimir en la tautología de la soberanía, aparecerá como el personaje que debe ser presupuesto para que la alienación sea pensable y, en definitiva, como el verdadero sujeto de la soberanía”[72].
Rancière coincide con nuestra hipótesis de que la lucha contra la dominación tiene lugar, en los comienzos de la modernidad en el ámbito del derecho, de lo jurídico-político:
“El derecho –dice-, cuya determinación filosófica se había producido para desatar el nudo de lo justo con el litigio, se convierte en el nuevo nombre, el nombre por excelencia de la distorsión [política]. […] Al denunciar los compromisos de la parapolítica aristotélica con la sedición que amenaza el cuerpo social, y al descomponer al demos en individuos, la parapolítica del contrato y la soberanía reabre una separación más radical que la vieja separación política de la parte tomada por el todo. Dispone la separación del hombre con respecto a sí mismo como fondo primero y último de la del pueblo consigo mismo”[73].
Como Hegel, Rancière conceptualiza el terror como la solución necesaria a la contradicción entre el principio de soberanía del pueblo y la individualidad como sujeto irreductible de la libertad[74].
La parapolítica es el intento de despolitizar la política, es decir, de traducirla a la lógica de la “policía”; se acepta el conflicto político, pero reformulándolo como una competencia, dentro del espacio representacional, entre las partes/agentes reconocidos, que luchan por la ocupación (temporaria) del lugar del poder ejecutivo[75].
(3) La metapolítica: Esta nueva figura señala una distorsión absoluta que arruina toda conducción política. Esa distorsión absoluta es lo social. Lo social convierte a la política en una “falsedad radical”. La verdad de la política está por debajo o por detrás de la política, en lo que ésta oculta y no está hecha sino para ocultar.
“La metapolítica es el discurso sobre la falsedad de la política que viene a redoblar cada manifestación política del litigio, para probar su desconocimiento de su propia verdad al señalar en cada ocasión la distancia entre los nombres y las cosas, la distancia entre la enunciación de un logos del pueblo, del hombre o de la ciudadanía y la cuenta que se hace de ellos, distancia reveladora de una injusticia fundamental, en sí misma idéntica a una mentira constitutiva. Si la arquipolítica antigua proponía una medicina de la salud comunitaria, la metapolítica moderna se presenta como una sintomatología que, en cada diferencia política, por ejemplo la del hombre y el ciudadano, detecta un signo de no verdad”[76].
La relación tensa entre la política y la metapolítica se pone en juego en la interpretación que hace Marx de la diferencia entre el hombre y el ciudadano, entre el pueblo explotado y el pueblo soberano. La metapolítica denuncia en esta relación una identificación imposible. El sistema jurídico, político e institucional se convierte en una mera democracia formal, que oculta y distorsiona la verdadera soberanía del pueblo[77].
En la metapolítica (el socialismo utópico y el marxismo) el conflicto político se afirma sin reservas, pero como un teatro de sombras en el cual se despliegan acontecimientos cuyo lugar propio está en “otra escena” (la de los procesos económicos); la meta final de la “verdadera” política es entonces su autocancelación, la transformación de la “administración del pueblo” en la “administración de las cosas”, en el seno del orden de la voluntad colectiva, racional y perfectamente transparente para sí mismo[78].
Žižek concuerda con Rancière cuando señala que existen tres lógicas de lo político: la patriarcal o del amo tradicional, la democrática, regida por el lugar vacío del poder y la totalitaria. La primera basa su autoridad en alguna razón trascendente o en el derecho divino [correspondiéndose con la arquipolítica]. La segunda afirma que sólo se puede contener o armonizar una sociedad sostenida en el lugar vacío del poder regulando la acción común y sujetándola a instituciones [correspondiéndose con la parapolítica]. La tercera (amo totalitario) sólo es posible dentro del espacio abierto por la metapolítica. La metapolítica identifica el agente con el saber, y esta identidad legitima la violencia totalitaria, la que sería diferente del terrorismo jacobino (tal como lo analiza Hegel) y del terror comunista leninista[79].
A estas tres[n] variantes de la filosofía política, entendida como “el proyecto filosófico de realizar la política mediante su supresión”[80] se contrapone la política.
“Hay política desde el momento en que existe la esfera de apariencia de un sujeto pueblo del que lo propio es ser diferente de sí mismo. […] En política, un sujeto no tiene cuerpo consistente, es un actor intermitente que tiene momentos, lugares, apariciones, y del que lo propio es inventar, en el doble sentido lógico y estético de estos términos, argumentos y demostraciones para poner en relación la no relación y dar lugar al no lugar. [...] La demostración exhibe a la vez el texto igualitario y la relación desigualitaria”[81].
Rancière define la democracia en general como “el modo de subjetivación de la política, (...) el modo de lo que viene a interrumpir el buen funcionamiento de ese orden a través de un dispositivo singular de subjetivación”[82]. El dispositivo de subjetivación se resume en tres aspectos:
1. La democracia se define por “la existencia de una esfera de apariencia[83] (no entendida como ilusión ni como opuesta a lo real[o]) específica del pueblo. (...) Es la introducción en el campo de la experiencia de un visible que modifica el régimen de lo visible”. Un ámbito donde se manifiesta la «opinión pública». Žižek agrega que el concepto de apariencia no debe confundirse con el concepto postmoderno de simulacro[p].
2. El pueblo no se define por alguna propiedad particular (ética, sociológica, funcional) sino que es la institución de una parte de los que no tienen parte. “La democracia es la institución de sujetos que no coinciden con las partes del Estado o la sociedad, sujetos flotantes que desajustan toda representación de los lugares y las partes”[84].
3. El lugar de la apariencia del pueblo es el lugar de la conducción de un litigio. No es un conflicto de intereses entre partes constituidas sino un conflicto sobre la cuenta misma de las partes.
Las formas de la democracia son las formas de manifestación del dispositivo ternario. “Las formas de la democracia son las formas de manifestación de esta apariencia, de esta subjetivación no identitaria y de esta dirección del litigio”[85]. No se trata de un régimen de vida, ni de un conjunto de instituciones, ni el equilibrio de los poderes. “Las formas de la democracia no son otra cosa que formas de constitución de la política como modo específico de un ser-juntos humano. (...) Es la institución de la política misma”[86]. La postdemocracia, en cambio, es reducible al mero juego de los dispositivos estatales y las armonizaciones de energías e intereses sociales. Es la práctica y el pensamiento de una adecuación total entre las formas del Estado y el estado de las relaciones sociales. La postdemocracia implica la desaparición de la política, en tanto se habría logrado suprimir el lugar de la manifestación pública del litigio[q].
Como señala Žižek, Rancière identifica el gesto singular de la subjetivización política democrática como el núcleo de la tradición política europea. Lo propiamente político es el momento en que la negociación no aborda solo una demanda particular, sino que apunta a algo más, y comienza a funcionar como la condensación metafórica de la reestructuración global de todo el espacio social[r].
Conclusión
Rancière responde al desafío planteado por
La dominación se identifica con una partición de lo sensible, que se manifiesta en las acciones y los discursos dentro del orden policial. Tal partición puede comprenderse claramente en el discurso de los patricios romanos que enfrentan la rebelión de los plebeyos en el monte Aventino. “Estrictamente –dice Rancière-, [ese discurso] expresa el orden de los sensible que organiza su dominación, que es esta dominación”[87].
Desde su perspectiva, dominación y política se oponen. Pero el concepto de la política no se circunscribe a la esfera del Estado de derecho o del Estado como gobierno, ni en el sentido constitutivo que tiene en los autores modernos anteriores a Marx ni en el significado restringido y secundario que tiene para los marxistas. Diferenciándose de las posiciones liberales para alinearse con los autores de la tradición democrática, sostiene desde el comienzo que la política es la actividad que tiene por objeto la igualdad.
Mientras que el orden de la dominación parece sostenerse en un fundamento natural o trascendente, eterno o permanente, la política pone de manifiesto que la comunidad o la sociedad se sostiene sobre un fundamento que está siempre ausente. Siguiendo una línea de pensamiento abierta por Nietzsche y Heidegger y continuada por Foucault, Deleuze y Rorty, Rancière afirma que las bases de todo orden social son contingentes.
Rancière sostiene que toda política presupone un acto de ruptura con el orden [policial] anterior que, como advirtieron Hobbes y Marx, no puede sino ser violento. Sin embargo, se interesa más por comprender las lógicas diferentes que articulan el orden policial y la política, que en la focalización de la ruptura. Por otra parte, se deshace del concepto de revolución, junto con los otros conceptos marxistas tradicionales, apropiándose del concepto althusseriano de ruptura. Hay política cuando se produce una ruptura en la que se instituye una parte de los que no tienen parte. El orden social estructurado en un sistema de diferencias se rige por una lógica que cuenta las partes como meras partes, mientras que la política suspende el orden policial instituyendo “la igualdad de unos seres parlantes cualesquiera”. La finalidad del orden policial es estructurar un sistema diferencial, en el que cada parte ocupe el lugar que le corresponde. Se trata de un sistema que, como la racionalidad unidimensional de Marcuse, disuelve el antagonismo y la contradicción, excluyendo la política (negación dialéctica en Marcuse). El sistema diferencial se sostiene sobre un fundamento a diferencia de la institución de la política que se basa en la postulación de una igualdad “vacía”, “contingente”, carente de fundamento substancial. La política se sostiene en la institución de un litigio, de una división.
Rancière abandona no solamente los conceptos de fundamento e ideología, sino también el de sujeto revolucionario. Como Laclau (según se verá en el capítulo siguiente), piensa que el sistema policial al definir las partes, los aportes de las partes y su lugar en el todo, define también a los sujetos relacionados en el conjunto social. La institución de una parte de los que no tienen parte es al mismo tiempo la aparición de una subjetivación nueva, no identificable en el campo de experiencia dado. Ni el demos, ni los plebeyos rebelados en el monte Aventino, ni los burgueses de
¿Qué se entiende por dominación en este contexto teórico? ¿En qué medida esta conceptualización supera los límites de las categorías tradicionales denunciadas por los autores analizados en los capítulos anteriores? Para Rancière la dominación se identifica con lo que llama “policía”, en oposición a la política surgida de la igualdad. En un apartado que lleva por título “la comunidad de los iguales”, Rancière dice:
Se puede así soñar una sociedad de emancipados que sería una sociedad de artistas. Tal sociedad rechazaría la división entre los que saben y los que no saben, entre los que poseen y los que no poseen la propiedad de la inteligencia. Dicha sociedad sólo conocería espíritus activos: hombres que hacen, que hablan de lo que hacen y que transforman así todas sus obras en modos de significar la humanidad que existe tanto en ellos como en todos. Tales hombres sabrían que nadie nace con más inteligencia que su vecino, que la superioridad que alguien declara es solamente el resultado de una aplicación en utilizar las palabras tan encarnizada como la aplicación de cualquier otro en manejar sus herramientas; que la inferioridad de alguien es consecuencia de las circunstancias que no le obligaron a seguir buscando[88].
Como Marcuse y Foucault, Rancière distingue el plano de la acción y el de la palabra, el de la práctica y el de la teoría. Pero, a diferencia de Marcuse, no cree que la “racionalidad unidimensional” esté disolviendo todas las contradicciones, al mismo tiempo que quita las bases para la crítica y la revolución. No cree que la política se genere en las contradicciones internas de un sistema de dominación, sino en la institución contingente de una parte de los que no tienen parte, que actúa y habla como si existiese y como si aportase algo. A diferencia de Foucault, no cree que la política sea una mera resistencia al poder, sino la apertura de un espacio inédito, en el que actúan y hablan sujetos antes inexistentes, efectuando cuentas de lo incontable.
A semejanza de Marcuse, que denuncia una ciencia operativa e instrumental que ignora la finalidad, el sentido, lo subjetivo y la historia; a semejanza de Foucault, que describe cómo las ciencias sociales surgidas a fines del siglo XIX forman parte de una técnica de saber-poder completamente asimilada a los fines del panoptismo; Rancière denuncia a la filosofía política “oficial” desde Platón hasta Althusser por no hacer otra cosa que contribuir a justificar el orden de dominación policial. Si bien en la larga historia de la filosofía política se han implementado diferentes “figuras” que articulan modos distintos de responder a la demanda de fundamento, todas ellas suponen algo en común: la exclusión de la política, la supresión de la igualdad de todos con todos. Esto último conduce a la identificación de la política con la democracia entendida no como un sistema de gobierno ni como un sistema social, sino como la institución de la igualdad de los incontados con aquellos de los que hay cuenta. Los sujetos democráticos no se definen por alguna propiedad común o por un derecho igual, sino por la “institución de la política misma”.
Al identificar la dominación con la policía y la política con la democracia, Rancière descuida la posibilidad de otras alternativas como, por ejemplo, el surgimiento de una política “fascista”. De allí que Laclau advierta que “sería histórica y teóricamente erróneo pensar que una alternativa fascista se ubica enteramente en el área de lo contable. Para explorar la totalidad del sistema de alternativas es necesario dar un paso más, que Rancière hasta ahora no ha dado: explorar cuáles son las formas de representación a las que puede dar lugar la incontabilidad”[89]. Laclau se propone dar ese paso en su última obra, como se verá en el capítulo siguiente.
A diferencia de Laclau, Žižek entiende que Rancière identifica el orden “corporativista/policial” con el fascismo, negando que se pueda hablar de política fascista. Sin embargo, advierte que en esta postura hay “una lógica que incluye de antemano su propio fracaso”[90], porque se apega a su carácter marginal. “Por lo tanto –concluye Žižek- mantiene una actitud ambigua respecto de su opuesto político-ontológico, el orden policial del ser: tiene que referirse a él, lo necesita como el gran enemigo (el «poder») que debe estar allí para que podamos emprender nuestra actividad marginal/subversiva, pero la idea de realizar una total subversión de este orden se descarta como protototalitaria”[91].
Por otro lado, según Laclau, la conceptualización que Rancière hace de la dominación contiene cierta ambigüedad que se presta a la confusión del plano óntico con el ontológico, en la que se mezcla la descripción sociológica con la lógica política, principalmente cuando se utiliza la noción de “lucha de clases”[92].
NOTAS FINALES:
[1] Rancière, J.: El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1996, pp. 7-8.
[2] Cf. Žižek, S.: El espinoso sujeto, Buenos Aires, Ediciones Paidós, 2001, p. 201.
[3] El desconocimiento se remedia con un complemento de saber, mientras que el malentendido se resuelve con una definición que delimite un significado unívoco.
[4] Rancière, J.: 1996, p. 10.
[5] Rancière, J.: 1996, p. 9.
[6] Rancière, J.: 1996, p. 10. E. Laclau prefiere hablar de la naturaleza retórica del discurso y la catacresis como “el denominador común de la retoricidad como tal” (Cf. Laclau, E.: 2005, p. 96).
[7] Rancière, J.: 1996, p. 11.
[8] Rancière, J.: 1996, p. 12. Nótese que hay una lógica del desacuerdo que difiere de la lógica como ordenamiento del discurso. La lógica del desacuerdo coincide con lo que Laclau llama “lógica de la equivalencia” y a la que Tocqueville concebía como la lógica democrática de la igualación de las condiciones, cuyo principio es la igualdad.
[9] Cf. Rancière, J.: 1996, pp. 43-4.
[10] Rancière, J.: 1996, p. 44. Énfasis nuestro. Rancière piensa aquí en el concepto de poder disciplinario Foucault, aunque establece a continuación una distinción precisa: “La policía no es tanto el «disciplinamiento» de los cuerpos como una regla de su aparecer, una configuración de las ocupaciones y las propiedades de los espacios donde esas ocupaciones se distribuyen” (Ibíd.).
[11] Laclau distingue el nivel óntico de lo que se está contando del nivel ontológico de la contabilidad como tal (Cf. Laclau, E.: 2005, p. 306).
[12] Aristóteles: Política, I,
[13] Rancière, J.: 1996, p. 17.
[14] Rancière, J.: 1996, p. 18.
[15] Las axiai son los aportes, los títulos o los valores con que cada parte contribuye a lo común.
[16] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 18.
[17] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 19.
[18] Rancière, J.: 1996, p. 19. No obstante, Rancière señala que estas tres partes se reducen a dos (los ricos y los pobres), ya que las gentes de bien o de excelencia no son distinguibles de los ricos o sólo son los sueños de los filósofos. Sin embargo, la historia social es muy rica en la descripción de la nobleza guerrera o sacerdotal que no se identifica sin más con «los ricos».
[19] “Facticidad” es el mero hecho, lo que se da simplemente y no es, por lo tanto, mérito alguno.
[20] Rancière, J.: 1996, p. 22.
[21] Laclau, E.: 2005, p. 304. Énfasis nuestro.
[22] Cf. Laclau, E.: 2005, p. 306.
[23] ¿Qué identifica distorsión y daño? ¿Por qué el demos es dañado? El pueblo reclama al sentirse dañado por las otras partes de la comunidad. El daño que padece es la exclusión, el no ser considerado una parte en el reparto.
[24] Al no tener parte y no poder identificarse con una parte, el pueblo sólo puede identificarse con la nada (ninguna parte, por defecto o falta) o el todo (ninguna parte, por exceso).
[25] La comunidad política es posible por el antagonismo o el conflicto y se define por él. No hay comunidad sin antagonismo.
[26] Rancière, J.: 1996, p. 23. Desde la perspectiva liberal se podría argumentar que la concesión de la libertad (o la abolición de la esclavitud por deudas) es un beneficio y lo contrario de un daño.
[27] Rancière, J.: 1996, p. 24.
[28] Que una parte haga pasar sus intereses como universales es lo que Marx llama “ideología”. Esto mismo es a lo que Laclau llama “hegemonía”: que una clase o una parte se identifique con lo universal.
[29] Rancière, J.: 1996, p. 25. Como ejemplo de una guerra de pobres contra ricos o de esclavos contra dominadores, Rancière cita el relato efectuado por Herodoto (Historias, IV, 3) sobre la rebelión de los esclavos de los escitas.
[30] S. Žižek diría que hay una irrupción de lo Real en el Orden Simbólico, constituyendo a un Sujeto que responde a esa irrupción.
[31] Para P. Clastres, a diferencia de Rancière, la división de la comunidad funda el Estado y la dominación, que eran inexistentes en las sociedades primitivas indivisas.
[32] Rancière, J.: 1996, pp. 25-6.
[33] Rancière, J.: 1996, p. 31.
[34] La política no consiste simplemente en la lucha por la igualdad, sino en la traducción de esa igualdad en libertad. “Lo que no pueden hacer [los esclavos de los escitas rebelados] es transformar la igualdad guerrera en libertad política” (Rancière, J.: 1996, p. 27). Lo que no explica Rancière es cómo se instituye la igualdad y cómo, a partir de esa condición, surge el sujeto de la política.
[35] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 29.
[36] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 35.
[37] Rancière, J.: 1996, p.
[38] Rancière, J.: 1996, p. 34.
[39] Rancière coincide con Rorty en la afirmación de la contingencia última del orden social. Cf. Rorty, R.: 1991, capítulo 3.
[40] Rancière, J.: 1996, pp. 30-1. Énfasis y corchetes nuestros.
[41] Rancière, J.: 1996, p. 31.
[42] Rancière, J.: 1996, p. 31.
[43] Rancière, J.: En los bordes…, p. 29.
[44] El demos es para Platón la facticidad insostenible del gran animal que ocupa la escena de la comunidad política, sin que por ello llegue a constituirse en un sujeto uno. El nombre que lo califica es ciertamente ochlos: turba popular, entiéndase, la turbulencia infinita de esas colecciones de individuos siempre diferentes de sí mismos que viven la intermitencia entre el deseo y el desgarramiento de la pasión. (Rancière, J.: En los bordes…, p. 11).
[45] Para los patricios, no hay escena política puesto que no hay partes, no hay partes dado que los plebeyos, al no tener logos, no son. [Nuestra nota]
[46] Cf. Rancière, J.: 1996, pp. 38-9.
[47] Rancière, J.: En los bordes…, p. 67. Énfasis nuestro.
[48] Rancière, J.: 1996, p. 41.
[49] Rancière, J.: 1996, p. 42.
[50] [Nota nuestra] ¿Por qué no es ni aritmética ni geométrica? No es aritmética si por tal se entiende el cambio de uno por uno como ocurre con los intercambios mercantiles en el mercado (pongo una parte y me corresponde una parte igual a la que puse) ni es la geométrica donde a cada uno corresponde una cantidad proporcional a la puesta por él. No es ni idéntica ni proporcional porque el pueblo no aportó nada y reclama igualdad con todos. La igualdad aritmética puede ejemplificarse: 1 = 1. La igualdad geométrica puede ejemplificarse: 1/2 = 2/4. El desacuerdo puede ejemplificarse: 1 = 0.
[51] Rancière, J.: 1996, p. 43.
[52] Rancière desecha el concepto de «poder» porque anula la heterogeneidad de los mundos que son conectados por la política. “Para que una cosa sea política, es preciso que de lugar al encuentro de la lógica policial [diferencial] y a la lógica igualitaria [equivalencial], el cual nunca está preconstituido” (Rancière, J.: 1996, p. 48).
[53] Rancière, J.: 1996, p. 45.
[54] Rancière, J.: 1996, pp. 45-6. “El acto político de la huelga consiste entonces en construir la relación entre esas cosas que no tienen relación, en ver juntas como objeto del litigio la relación y la no relación” (p. 58).
[55] Rancière, J.: 1996, p. 60.
[56] Rancière, J.: 1996, p. 47. Énfasis nuestro.
[57] Rancière, J.: 1996, pp. 47-8. Énfasis nuestro.
[58] Ibíd..
[59] Rancière, J.: 1996, p. 52.
[60] Rancière, J.: 1996, pp. 52 y 53.
[61] Rancière, J.: 1996, p. 54.
[62] Rancière, J.: 1996, p. 55.
[63] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 57.
[64] Rancière, J.: 1996, p. 86.
[65] Laclau, E.: 2005, p. 304.
[66] Rancière, J.: 1996, p. 93.
[67] Cf. Žižek. S.: El espinoso sujeto, Buenos Aires, Ediciones Paidós, 2001, pp. 204-6.
[68] Aristóteles: Política, II, 1261 b 1.
[69] Rancière, J.: 1996, p. 95.
[70] Rancière, J.: En los bordes…, p. 16. Corchetes nuestros.
[71] Rancière, J.: 1996, pp. 101-2. Énfasis nuestro.
[72] Rancière, J.: 1996, pp. 104-5.
[73] Rancière, J.: 1996, p. 105. Corchetes nuestros.
[74] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 106.
[75] Cf. Žižek. S.: 2001, pp. 204-6.
[76] Rancière, J.: 1996, pp. 107-8. Énfasis nuestros.
[77] Cf. Rancière, J.: 1996, p. 113.
[78] Cf. Žižek, S.: 2001, pp. 204-6.
[79] Cf. Žižek. S.: El espinoso sujeto, Buenos Aires, Ediciones Paidós, 2001, p. 208-9.
[80] Rancière, J.: 1996, p. 119. “Después de todo, se preguntará [Rancière], ¿la filosofía ha hecho alguna vez otra cosa que proponer, justificar, comentar un reordenamiento de las relaciones entre los detentores del poder y los detentores del saber?” (Pellejero, E.: Jacques Rancière: Las aventuras de la emancipación, en http://cfcul.fc.ul.pt/equipa/eduardo%20pellejero/rancieemanc.doc ).
[81] Rancière, J.: 1996, pp. 114-16.
[82] Rancière, J.: 1996, p. 126.t
[83] “La apariencia, en efecto, y en particular la apariencia política, no es lo que oculta la realidad sino lo que la duplica, lo que introduce en ella unos objetos litigiosos, unos objetos cuyo modo de presentación no es homogéneo con el modo de existencia corriente de los objetos que allí se identifican” (Rancière, J.: 1996, p. 132).
[84] Ibídem.
[85] Rancière, J.: 1996, p. 127.
[86] Rancière, J.: 1996, p. 128.
[87] Rancière, J.: 1996, p. 38. Énfasis nuestro.
[88] Rancière, J.: El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual, Barcelona, Editorial Laertes, 2003, p. 31.
[89] Laclau, E.: 2005, p. 306.
[90] Žižek, S.: 2001, p. 254.
[91] Ibídem.
[92] Cf. Laclau, E.: 2005, pp. 307-8.
[a] Jacques Rancière nació en Argelia en 1940 y se formó entre los colaboradores de L. Althusser, con quien publicó El concepto de ‘crítica’ y la crítica de la ‘economía política’, como parte del volumen colectivo titulado Leer el capital (Lire le Capital, Maspero, 1965). A partir de 1969 fue nombrado profesor de
[b] “Ninguna totalidad institucional puede inscribir en sí misma, como momentos positivos, al conjunto de demandas sociales. Es por esto que las demandas insatisfechas, no inscribibles, tendrían un ser deficiente. Al mismo tiempo, sin embargo, la plenitud del ser comunitario está presente para ellas como aquello que está ausente; como aquello que, bajo el orden social positivo existente, debe permanecer insatisfecho. Por lo tanto, el populus como lo dado –como el conjunto de relaciones sociales tal como ellas factualmente son- se revela a sí mismo como una falsa totalidad, como una parcialidad que es fuente de opresión. Por otro lado, la plebs, cuyas demandas parciales se inscriben en el horizonte de una totalidad plena –una sociedad justa que sólo existe idealmente- puede aspirar a constituir un populus verdaderamente universal que es negado por la situación realmente existente. Es a causa de que estas dos visiones del populus son estrictamente inconmensurables que una cierta particularidad, la plebs, puede identificarse con el populus concebido como totalidad ideal” (Laclau, E.: 2005, p. 123).
[c] “El universalismo izquierdista propiamente dicho –escribe S. Žižek- no supone ningún tipo de retorno a algún contenido universal neutral (una concepción común de la humanidad, etcétera); se refieren a un universal que sólo entra en la existencia (en términos hegelianos, que deviene “para sí”) en un elemento particular estructuralmente desplazado, dislocado: dentro de un todo social dado, es precisamente el elemento al que se le impide realizar la plena identidad particular el que representa la dimensión universal. El demos griego no representaba la universalidad por incluir a la mayoría de la población, ni porque ocupara el lugar más bajo en la jerarquía social, sino porque no tenía ningún lugar propio en esa jerarquía: era un sitio de determinaciones conflictivas que se anulaban entre sí, o, para decirlo en términos contemporáneos, era sede de contradicciones performativas (a los miembros del demos se les hablaba como a iguales que participaban en la comunidad del todos, para informarles que estaban excluidos de esa comunidad)” (Žižek, S.: 2001, p. 244).
El texto sigue así: “Para tomar el ejemplo clásico de Marx: el “proletariado” representa la humanidad universal, no porque sea la clase inferior o la más explotada, sino porque su existencia es “una contradicción viva”: encarna el desequilibrio y la inconsistencia fundamentales del todo social capitalista. Podemos ver ahora en qué sentido preciso la dimensión de lo universal se opone a lo global: la dimensión universal resplandece a través del elemento desplazado sintomático que pertenece al todo sin ser una de sus partes. Por esta razón, la crítica del funcionamiento ideológico posible del concepto de hibridez no debe abogar en modo alguno por un retorno a las identidades sustanciales. Se trata precisamente de afirmar la hibridez como la sede de lo universal.
[…] “Desde una perspectiva marxista verdaderamente radical, aunque existe un vínculo entre «la clase obrera» como grupo social y el «proletariado» como la posición del militante que lucha por la verdad universal, ese vínculo no tiene las características de una conexión causal determinante, y es preciso distinguir estrictamente los dos niveles: ser un «proletario» supone asumir una cierta posición subjetiva (de lucha de clases destinada a alcanzar la redención a través de la revolución) que en principio puede adoptar cualquier individuo. Para decirlo en términos religiosos, sean cuales fueren sus (buenas) obras, cualquier individuo puede ser «tocado por la gracia» e interpelado como sujeto proletario. La línea que separa los dos lados opuestos en la lucha de clases no es por lo tanto objetiva, no es la línea divisoria entre dos grupos sociales positivos, sino en última instancia radicalmente subjetiva: involucra la posición que los individuos asumen respecto del acontecimiento-verdad. La subjetividad y el universalismo no sólo no se excluyen, sino que son las dos caras de la misma moneda: precisamente porque la «lucha de clases» interpela a los individuos para que adopten la posición subjetiva de «proletarios», su llamado es universal, apunta a todos sin excepción. La división movilizadora no es la división entre dos grupos sociales bien definidos, sino la división que atraviesa las fronteras sociales en el orden del ser, y distingue entre quienes se reconocen en el llamado del acontecimiento-verdad, convirtiéndose en sus seguidores, y quienes niegan o ignoran ese llamado. En términos hegelianos, la existencia del verdadero universal (en tanto opuesto a la falsa universalidad «concreta» del orden del ser global omnímodo) es una lucha interminable y sin cesar divisionista; en última instancia, es la división entre los dos conceptos (y prácticas materiales) de la universalidad: entre quienes abogan por la positividad del orden del ser como horizonte último del saber y la acción, y quienes aceptan la eficacia de la dimensión del acontecimiento-verdad irreductible al orden del ser, e imposible de explicar en los términos de ese orden” (Žižek, S.: 2001, pp. 247).
[d] Rancière advierte, como ya lo había hecho Marcuse, que la misma libertad puede ser un medio de dominación: “La dominación efectúa un distingo entre lo público, que pertenece a todos, y lo privado, donde reina la libertad de cada uno. Pero esta libertad de cada uno es la libertad, es decir, la dominación, de aquellos que detentan los poderes inmanentes a la sociedad. Es el imperio de la ley de incremento de la riqueza” (Rancière, J.: El odio a la democracia, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2006, p. 83).
[e] “En la edad democrática moderna, la división des-clasificadora ha tomado una forma privilegiada, cuyo nombre está completamente desprestigiado, pero que es necesario, sin embargo, para saber en qué punto nos encontramos, mirar cara a cara. Forma privilegiada que se ha llamado lucha de clases. […] ¿Cómo pensar al operador de esta acción de des-clasificación? ¿Cómo nombrarlo si no, aún, en términos de clase? Ese nombre querrá decir así dos cosas contradictorias. Por una parte, designará la disolución en acto de las clases -es decir, también, la disolución por sí misma de la clase obrera (...). Pero, al mismo tiempo, fijará en su sustantividad a la clase que opera la desclasificación, resucitando de esta manera el fantasma de una buena repartición de las funciones sociales, es decir, en último término, la nueva figura del Uno bien ordenado.” (Rancière, J.: En los bordes de lo político, en www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 29).
Rancière, como Laclau, destaca el concepto de “lucha de clases” como constitutivo de la política, separándose de la tradición marxista que hacía hincapié en el concepto de “contradicción” estructural.
[f] Laclau cuestiona a Rancière por no abandonar definitivamente la categoría equívoca de “lucha de clases”, haciendo algunas “concesiones sociológicas” al problema ontológico fundamental. Por otro lado, para Laclau, Rancière tiende a identificar “la posibilidad de la política con la posibilidad de una política emancipatoria”, sin tener en cuenta la posibilidad de una política fascista. (Cf. Laclau, E.: 2005, pp. 303-8). Por su parte, Žižek responde a la critica de Laclau del siguiente modo: “Para Lacan, un verdadero acto no solo cambia retroactivamente las reglas del espacio simbólico, sino que también perturba la fantasía subyacente, y en este sentido, en relación con esta dimensión crucial, hay que subrayar que el fascismo no satisface el criterio definitorio del acto” (Žižek, S.: 2001, p. 217).
[g] “En cambio el primer modelo, el paradigma comunitario por excelencia,
[h] “Aquí encontramos –dice Žižek- la brecha que separa al acto político propiamente dicho respecto de «la administración de las cuestiones sociales», lo cual no sale del marco de las relaciones sociopolíticas existentes: el acto de «intervención» política propiamente dicho no es solo algo que da resultado dentro del marco de las relaciones existentes, sino algo que cambia el marco mismo que determina el funcionamiento de las cosas” (Žižek. S.: 2001, p. 216).
[i] ¿Qué es la política propiamente dicha? Žižek resume la posición de Rancière como sigue: “Esta identificación de la no-parte con el todo, de la parte de la sociedad sin ningún lugar adecuadamente definido en su seno (o que se resiste a ocupar el lugar subordinado que se le asigna), con lo universal, es el gesto elemental de la politización, discernible en todos los grandes acontecimientos democráticos, desde
“En este preciso sentido, política y democracia son sinónimos: la meta básica de la política antidemocrática siempre y por definición es y fue la despolitización, es decir, la exigencia incondicional de que «las cosas vuelvan a la normalidad», y cada individuo se dedique a su tarea... Además, como Rancière lo demuestra contra Habermas, la lucha política propiamente dicha no es un debate racional entre intereses múltiples, sino que apunta a lograr que la propia voz sea escuchada y reconocida como la voz de un asociado legítimo: cuando los «excluidos», desde el demos griego hasta los obreros polacos, protestaron contra la elite gobernante (aristocracia o nomenklatura), no sólo estaban en juego sus demandas explícitas (salarios más altos, mejores condiciones de trabajo, etcétera), sino su derecho a ser escuchados y reconocidos en el debate en pie de igualdad. En Polonia, la nomenklatura perdió en cuanto tuvo que aceptar a Solidaridad como un asociado en igualdad de condiciones.
“Estas súbitas intrusiones de la política propiamente dicha socavan el orden que Rancière llama police, el orden social establecido en el que cada parte tiene su razón de ser. Por supuesto, Rancière subraya que la línea de separación entre la “policía” y la política es siempre cuestionada y está desdibujada: por ejemplo, en la tradición marxista, por «proletariado» puede entenderse la subjetivización de la «parte de ninguna parte» que convierte la injusticia que sufre en la prueba definitiva de su universalidad y, al mismo tiempo, como el operador que generará el establecimiento de una sociedad racional pospolítica. A veces el pasaje desde la política propiamente dicha a la “policía” consiste sólo en reemplazar el artículo definido por el artículo indefinido, como en el caso de las multitudes de Alemania Oriental que se manifestaban en las calles contra el régimen comunista en los últimos días de
[j] “Más precisamente, él los advertía del anudamiento imposible de dos lógicas contradictorias: la lógica igualitaria implicada en el acto de la palabra y la lógica desigualitaria inherente a la relación social. Jamás podrían coincidir las maneras diferentes en que el ser hablante es cogido por un doble arbitrario: aquel de la lengua y aquel de la relación social.” (Rancière, J.: En los bordes de lo político, en www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 64). “La dualidad del hombre y el ciudadano pudo servir así a una construcción de sujetos políticos que ponía en escena y en cuestión la doble lógica de la dominación, que separa al hombre público del individuo privado para asegurar mejor la misma dominación en ambas esferas” (Rancière, J.: El odio a la democracia, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2006, p. 86).
[k] Desde que Solón aboliera en Atenas la esclavitud por deudas toda ciudad comporta esa masa de pobres impropios para el ejercicio de la ley y el mando y que sin embargo se encuentran igualmente en la polis. Hombres libres, que reclaman para sí el nombre común, el título común de la comunidad política: la libertad. De allí procede una segunda determinación del arte político; éste es, en términos modernos, el arte de contar con: contar con los inconciliables, con la co-presencia entre los ricos y los pobres que ya no pueden ser lanzados por la borda y que permanecen ligados al centro de la polis. (Rancière, J.: En los bordes de lo político, en www.philosophia.cl/Escuela de Filosofía Universidad ARCIS, p. 12).
[l] “Un mundo en que todo el mundo tiene necesidad de todo el mundo, en el que está permitido todo cuanto se anuncie bajo el emblema del goce individual, en el que todo y todos se mezclan, y que sería el de la multiplicidad autopacificada. La razón se realizaría allí en su forma menos expuesta: no en tanto disciplina permanentemente amenazada de trasgresión y deslegitimación por parte del hecho, sino en cuanto racionalidad producida por el mismo desarrollo, por la autorregulación consensual de las pasiones. Pluralidad; ese sería hoy el nombre del punto de concordancia, punto de utopía entre la embriaguez de los placeres privados, la moral de la igualdad solidaria y la sabiduría política republicana.” (Rancière, J.: En los bordes…, p. 20.)
[m] “Hobbes –señala E. Laclau- presentaba al estado de naturaleza como aquello radicalmente opuesto a una sociedad ordenada, como una situación tan sólo definida en términos negativos. Pero, como resultado de tal descripción, el orden impuesto por el soberano tiene que ser aceptado, no a causa de ningún mérito intrínseco que él pueda tener, sino tan sólo porque él es un orden y la única otra alternativa es el desorden radical. La condición, sin embargo, de la coherencia de este esquema es el postulado de un poder igual de todos los individuos en el estado de naturaleza –si los individuos fueran desiguales en términos de poder, el orden podría ser garantizado a través de la dominación pura y simple. De este modo el poder es eliminado dos veces: en el estado de naturaleza, dado que todos los individuos participan en él por igual, y en el Commonwealth, dado que él está enteramente concentrado en las manos del soberano. (Un poder que es total o un poder que está igualmente repartido entre todos los miembros de la comunidad no es de ningún modo un poder). De tal modo, si bien Hobbes percibe implícitamente la distinción entre el significante vacío «orden en cuanto tal» y orden factual impuesto por el soberano, como él reduce, a través del covenant, el primero al segundo, no puede pensar en ningún tipo de dialéctica o juego hegemónico entre los dos” (Laclau, E.: Emancipación y diferencia, Buenos Aires, Ariel, 1996, pp. 85-6. Énfasis del autor, subrayado nuestro).
[n] A las tres formas planteadas por Rancière, Žižek agrega una cuarta: “la versión más astuta y radical de la renegación (no mencionada por Rancière) es lo que me siento tentado de denominar ultrapolítica: el intento de despolitizar el conflicto, llevándolo a un extremo por medio de la militarización directa de la política, reformulándolo como la guerra entre “nosotros” y “ellos”, nuestro “enemigo”, sin ninguna base común para el conflicto simbólico; es profundamente sintomático que, en lugar de lucha de clases, la derecha radical hable de guerra de clases (o de los sexos).”
Estos cuatro casos tienen en común el intento de domesticar la dimensión propiamente traumática de lo político: algo surgió en la antigua Grecia y tomó su nombre del demos que exigía sus derechos, pero, desde el principio mismo (es decir, desde
[o] “Pero volvamos al énfasis básico de Rancière en la ambigüedad radical de la concepción marxista de la brecha entre la democracia formal (derechos humanos, libertad política, etcétera) y la realidad económica de explotación y dominación. Esta brecha entre la apariencia de igualdad y libertad, y, por otro lado, la realidad social de las diferencias económicas, culturales y de otro tipo, puede interpretarse del modo «sintomático» corriente (los derechos universales, la igualdad, la libertad y la democracia son sencillamente una forma de expresión necesaria pero ilusoria de su contenido social concreto, el universo de explotación y dominación de clases), o en el sentido mucho más subversivo de una tensión en la cual la apariencia de égaliberté, precisamente, no es una «mera apariencia», sino que tiene una efectividad propia y puede poner en marcha el proceso de la rearticulación de las prelaciones socioeconómicas reales, mediante su progresiva politización. En este punto nos sentimos tentados a emplear una antigua expresión de Lévi-Strauss, «eficacia simbólica»: la apariencia de égaliberté es una ficción simbólica que, como tal, posee una eficacia real propia” (Žižek, S.: 2001, p. 211-2).
[p] “Hay apariencia cuando una parte no incluida en el todo del cuerpo social (o incluida/excluida de un modo contra el cual protesta) simboliza su situación como un agravio, sosteniendo contra las otras partes que ella representa la universalidad de la égaliberté. [...] La apariencia no es entonces el dominio de los fenómenos, sino también el de esos «momentos mágicos» en los cuales otra dimensión, la dimensión noumenal, momentáneamente «aparece» en (brilla a través de) algún fenómeno contingente/empírico. [....] Volvamos a Hegel: «Lo suprasensible es la aparición de la apariencia» (...) significa también que lo suprasensible solo es efectivo como apariencia redoblada, autorreflejada, autorreferencial: lo suprasensible entra en la existencia con la apariencia de otra dimensión que interrumpe el orden normal y corriente de las apariencias como fenómenos” (Žižek, S.: 2001, p. 213. En la página 214 se distinguen cuatro niveles de la apariencia: ilusión, ficción simbólica, aparición de lo suprasensible, apariencia que llena el vacío).
La tolerancia postmoderna del multiculturalismo en realidad imposibilita, tal como ya lo advertía Marcuse, el gesto de la politización propiamente dicha. “Una vez más vemos confirmada la antigua regla hegeliana: el único modo de que una universalidad entre en la existencia, el único modo de «ponerse como tal», es adoptar la forma de su opuesto, de lo que necesariamente aparece como un capricho «irracional» excesivo”. (...) El único modo de contrarrestar esos estallidos excesivos irracionales consiste en encarar la cuestión que sigue forcluida a pesar de la lógica postpolítica omnímoda/tolerante, y actualizar esa dimensión forcluida en algún nuevo modo de subjetivización política. [...] La situación se politiza cuando esa demanda particular comienza a funcionar como condensación metafórica de la oposición global a «ellos», a quienes están en el poder, de modo que la protesta deja de referirse solo a la demanda, para adquirir la dimensión universal que resuena en el reclamo particular. [...] La violencia étnica del skinhead neonazi no es «el retorno de lo reprimido» en la tolerancia multiculturalista liberal, sino que esta tolerancia genera directamente esa violencia, que es su propio y verdadero rostro oculto” (Žižek, S.: 2001, p. 221-22).
[q] “Hoy en día, el Estado se legitima al declarar imposible a la política. Y esta demostración de imposibilidad pasa por la demostración de su propia impotencia” (Rancière, J.: 1996, p. 139).
“¿No será necesario volver a ese momento inaugural en que la filosofía, para conjurar el desorden del οχλοσ (ochlos) y el mal de la división, inventaba, para sí misma y para los políticos a venir, la política del fin de lo político? En ese punto primero la filosofía se equivocaba, en cierto sentido, de mal radical, desconociendo la verdadera figura del ochlos, que no es la turbulencia desordenada de lo múltiple, sino la reunión de odios en torno a la pasión de lo Uno que excluye. […] En su principio el ochlos no es la pura adición desordenada de los apetitos, sino la pasión del Uno que excluye - la aterradora reunión de los hombres aterrados -
“La democracia no es ni la autorregulación consensual de la pluralidad de pasiones de la multitud de individuos ni el reino de la colectividad unificada por la ley y amparada por las declaración de Derechos. En una sociedad habrá democracia siempre que el demos exista como poder de división del ochlos. Ese poder de división se realiza a través de un sistema histórico contingente de acontecimientos, discursos y prácticas, mediante las cuales una multitud cualquiera se declara y manifiesta como tal, denegando, al mismo tiempo, su incorporación al Uno de una colectividad que distribuye rangos e identidades (...). Para que haya democracia no es suficiente que la ley declare que los individuos son iguales y que la colectividad es dueña de sí misma. Es necesario, además, ese poder del demos que no es ni la adición de los partenaires sociales ni la colección de las diferencias, sino, todo lo contrario, el poder de deshacer los partenariats, las colecciones y ordenaciones. Potencia de lo múltiple anónimo como tal que el genio de Platón ha concebido con justeza como la rebelión de lo cardinal contra lo ordinal” (Rancière, J.: En los bordes…, p. 28).
[r] “Hoy en día, más que nunca, hay que insistir en que el único camino abierto a la emergencia de un acontecimiento es el que quiebra el círculo vicioso de la globalización-con-particularización, (re)afirmando la dimensión de la universalidad contra la globalización capitalista, (...) un gesto que socave la globalización capitalista desde el punto de vista de la verdad universal” (Žižek, S.: 2001, p. 229).
EXCELENTE
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